La importancia de la dignidad del ser humano en la era actual

La importancia de la dignidad del ser humano en la era actual

La esencialidad de la dignidad del individuo en la época actual

Estos trazos van enfocados hacia la oscuridad, hacia esa “fraternidad sobre el vacío” que mencionaba Paz. La batalla por la aceptación de lo evidente es uno de los pivotes de la narrativa, incluso la aparición de la violencia está vinculada con la creación de la verdad. Cuando dos realidades consideradas como verdaderas chocaban, surgían las identidades extremas y a partir de ahí, en medio de esas convicciones y las argumentaciones en su contra, la violencia se convertía en la respuesta. ¿Cómo comprender lo humano sin reconocer su cotidianidad y su divinidad? ¿Cómo existir sin los elementos que nos abastecen de contradicciones existenciales y nos permiten experimentar, amar y temer? Esos hilos del tiempo, enigmáticas figuras que nos impulsan hacia adelante en medio del caos de la contradicción y del deleite, en realidad nos colocan en un espiral, cuyo epicentro es una vez más el inicio. La trampa de la existencia nos coloca entre lo grandioso y lo sagrado (lo diferencio basándome en un ethos práctico: lo grandioso es racional, mientras que lo sagrado nos es negado en su totalidad, quizás migajas de otras realidades inescrutables).

Si bien nuestra era se ha encargado de rechazar la esencia humana como una edificación casi mística, el pensamiento contemporáneo también ha adoptado el papel de enaltecer nuevos principios que antes parecían impensables o al menos, de una importancia social infantilizada, como lo son; la democracia, la espiritualidad oriental y la vida (entendida como un proceso de consumo interminable). Por otro lado, se ha encargado de devaluar principios formales hasta convertirlos en una especie de nostalgia estética: el placer y la sexualidad, por ejemplo.

Por ende, esta humanidad moderna desprovista de humanidad, sin espíritu porque lo trascendental se aglomera en el recuerdo de lo efímero y sin cuerpo, porque la materia no es más que una apariencia. Este teatro, el de la vida, por lo tanto, no es ni trágico ni cómico, simplemente es un lugar sin identidad (concepto de la antropología y la sociología que considero relevante adoptar para describir algo abstracto). No es fluido ni efímero, no corre ni se desvanece, aparece como una proyección anhelante. Regresamos al ser que anhela deseos. Es decir, lo que percibimos como real es la mera insatisfacción internalizada. ¿Realmente hemos sido reducidos a esto? ¿Ya no existe la creación, solo un sinnúmero de individuos creadores que han recorrido su ciclo biológico edificando un oasis común pero ficticio? Me opongo a tal dictamen sobre la humanidad. Ni dioses ni animales, simplemente racionales. Y dentro de esta razón cabe todo, incluso rechazar o aceptar, pensar o olvidar, pero rechazarnos parece una salida fácil, una escapada cómica como el personaje que se arrastra lejos del escenario al olvidar sus diálogos, al olvidar su lugar en el escenario, mientras es seguido por las risas de la audiencia (la conciencia).

Considero que no he caído en la ingenuidad de la naturaleza humana como un resplandor dorado que es consagrado en el embrión, tampoco planeo escalar la cima de considerarlo todo una construcción social. Ambos senderos me parecen nuevamente simplistas y con gran justificación para obstaculizar el avance ético de cualquier entidad viviente. ¿Qué nos queda entonces? El alejarnos de nosotros mismos, el observar a ese público implacable y percatarnos de que no estaban riendo sino aplaudiendo, de que no nos veían a nosotros, sino al colectivo. El servicio, la desinteresada filantropía (la de carne y hueso, no la que ostenta la burguesía), el sacrificio. Estas acciones que deberían ser simples ilusiones vacías y que nos proporcionan vida. Es decir, adoptar una dimensión trascendental en lo esencial de existir y de existir con los demás. Aquí radica la dignidad, no solo como una versión modernizada (y secularizada) del alma, sino como una posibilidad, como un Bien (con mayúscula) latente. Es digno aquel que abraza su contradicción y a pesar de ella, llevándola consigo, decide no ser prisionero de sus impulsos, opta por desviar su abrupto actuar existencial y sustituirlo por una máxima ética, quizás temporaria, que podría ser el placebo del ego pero también podría, quizá en un pequeño resquicio de la historia, modificar el rumbo hacia algo nuevo que se vislumbra como mejor.

La visibilización de la dignidad en la cotidianidad

Mostrar esta dignidad requiere de un esfuerzo continuo de identificación de lo que me excede, es decir, de las otras personas. Un esfuerzo por equilibrar quienes somos, quienes son y lo impredecible de esas otras elecciones. En la obra Ricardo III de Shakespeare encontramos un monólogo excepcional, donde el príncipe deformado explica las razones de su rencor:

Ya que entonces no puedo

Convertirme en amante

Para embellecer estos agradables días,

Decido convertirme en un villano

Consciente de la imposibilidad de ser afectuoso (recibir amor) y de amar, elige la senda de la maldad, se erige sobre su categoría ética desde la autoridad como un substituto del cariño. Lo mismo sucede cuando nos sumergimos en el lodazal del consumismo, aunque no por una corona. Lo más triste es que dicha carencia no siempre es de índole emocional, a veces solo es por imitación o por sentirnos desprovistos o ausentes de algo simplemente porque la mayoría lo posee o dispone de ello. En su monólogo principal, el príncipe Hamlet (otra joya shakespeariana) se cuestiona por qué soportamos toda esa carga de desechos:

Quién podría soportar tanta opresión, sudando,

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quejándose bajo la carga de una vida pesada

si no fuese por el temor de que existe algo más allá de la Muerte,

(ese país desconocido del que nadie vuelve)

nos llena de dudas

y nos hace sufrir los males que nos rodean;

antes de buscar otras cosas que desconocemos por completo?

En este diálogo entre el príncipe que conversa con el espectro de su padre nos remite a una premisa crucial: ¿predomina el miedo sobre el amor? ¿Es más fuerte la incertidumbre que la confianza? Aplicado a nuestras relaciones sociales, parece que dentro del consumismo descontrolado, dentro de la posesión aferrada para evitar caer en el abismo, escogemos la destrucción de todo lo que nos hace humanos, incluso de la dignidad humana (comenzando por la propia) en aras de satisfacer este vacío que clama más y cuya voraz hambruna nos asedia al punto de relativizar todo lo ético y retornarlo como un nuevo producto, una nueva técnica de mercadeo que puedo elegir o no, dependiendo de la moda actual. Qué caprichoso es el tren de la voluntad que se desplaza a una velocidad distinta según mi comodidad y mi beneficio inmediato. Cordelia, la voz de la sensatez amorosa, en El Rey Lear, enuncia con firmeza: “El tiempo desplegará los pliegues donde la astucia se esconde y se oculta. Las fallas que en un inicio encubre, al final las revela, exponiéndolas a la vergüenza”. Todo este simbolismo, todos estos telones que hemos tejido cada vez más densos para ocultar la triste realidad del escenario, son cada vez más digitales, menos auténticos, menos humanos, al final solo quedará un único cerebro, una unidad sin libertad donde la sensación, la creatividad y el arte no serán más que un vago recuerdo. La dignidad humana es probablemente el último vestigio de lo humano. Perderla sería retroceder, olvidando el instante que un día nos dio esperanza en este patético pero aún latente grupo denominado civilización humana.

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